jueves, 15 de octubre de 2009

Infancia atormentada

Rubén llevaba horas en el patio evitando entrar a su casa. Había ganado un torneo de canicas, perdido uno de futbolito y empatado una carrera en bicicleta, pero ahora todos los vecinitos se habían ido y sólo quedaba él. Lo peor de todo es que el cielo empezaba a oscurecerse y eso nunca era bueno. La noche traía consigo los peores horrores de todos. Durante el día la ansiedad, el sudor frío, las palpitaciones agitadas, la pérdida de aire y las apariciones eran medianamente soportables, pues él siempre se podía distraer con otra actividad. ¿Pero en la noche, cuándo lo único que había que hacer es estar en la cama y tratar de dormir? Era terrible.

Hacía 3 meses que su madre había fallecido debido a una extraña epidemia local. En su funeral, Rubén no derramó ni una lágrima, cuestión que varios asistentes atribuyeron al impacto de la trágica pérdida. Después de todo era su madre, el ser más amado en la vida de los hombres, al menos de la mayoría. A pesar de esto, los ataques de pánico de Rubén habían empezado mucho antes de la muerte de la madre. Eran una especie de pequeño secreto entre él y ella, pues ella le había pedido no compartiera con nadie su condición, y él, por temor a las consecuencias, guardaba silencio al respecto. Además, le decía su madre, no es bien visto estarse victimizando frente a la gente.

Rubén escuchó el llamado de su padre desde el patio: ya era hora de prepararse para dormir. Rubén rogó a su padre que le diera más tiempo para estar afuera, pero fue inútil, tenía que entrar ya. Una vez dentro, Rubén trató de alargar la cena lo más posible dando pequeñas mordidas a su sándwich de jamón y masticando cada bocado hasta que casi se desintegrara en su boca. Fue ahí cuando empezó a sentirlo. Una oleada de frío helado como la nieve comenzó a recorrerlo lentamente subiendo por los pies hasta su cabeza. Sintió que se erguían los cabellos detrás de su nuca y que la quijada se le tensaba de pavor. Todas las noches era la misma historia. Trató de lavarse los dientes mientras la mano que sostenía su cepillo temblaba incontrolablemente. El momento de irse a la cama estaba cada vez más y más cerca.

Rubén se metió a su cama y se cubrió con las sábanas hasta la cabeza, esperando la pesadilla de todas las noches. En eso escuchó unos golpes reproducidos con un misterioso eco que su cuarto aparentaba imposible de crear. Los golpes resonaban por el piso como pasos que se acercaban cada vez más a la cama, acompañados también por el sonido de una respiración pesada. Rubén comenzó a escuchar su nombre proferido lastimosamente por una voz de ultratumba, una y otra y otra vez.

--¿Cómo estuvo tu día, Rubén? ¿Te estuviste escondiendo de mí, verdad?

Rubén le juró, como siempre, que no, no era cierto, no se escondía. Tan sólo quería ser un niño normal que gozara jugar como todos. A esto, el espíritu fantasmagórico de su madre respondió propinándole cachetadas y cintarazos, tal y como lo hacía estando viva.

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